En principio, la eliminación o reducción de salidas fue una respuesta a la rebaja de sueldos que sufrimos los docentes durante el curso pasado, a distintos niveles según las autonomías. Esa respuesta para algunos ya fue desafortunada desde el principio. Es verdad que tampoco se estaban abonando las cantidades asignadas a los centros, lo que dificultaba, en algunos de ellos, el normal desempeño de la práctica educativa, pues faltaba combustible para calefacción, mantenimiento de fotocopiadoras... Las medidas de protesta se llevaron por delante, en muchos colegios e institutos, celebraciones como el Día de la Paz y No Violencia, el 30 de enero (en mi centro son dos años los que llevamos sin celebrarlo) e incluso la falla escolar, en aquellos centros valencianos que tienen esta costumbre, bien arraigada por otra parte. No hubo salidas de fin de curso, ni trimestales. Los alumnos se quedaron sin ese viaje en autobús que supone, sin duda, uno de los alicientes en educación primaria e infantil, uno de los días que se recuerda. Y en muchos claustros se pretende que se siga así, sin salidas, ya de manera definitiva.
Otra de las razones esgrimidas para evitar las salidas tiene su peso, aunque no ha habido cambios en la normativa; esto ya ocurría desde 2001. La administración educativa -en Valencia al menos- no se hace cargo de la responsabilidad civil de aquellos accidentes que ocurran fuera del recinto escolar, quedando así los docentes desprotegidos en caso de accidente, siniestro o cualquier percance acaecido en el desarrollo de la excursión. Sin embargo, hasta el curso pasado la mayoría de docentes participaba en varias salidas al año, sabedores de esta situación, pero también confiando en la buena voluntad de todas las partes.
Por mi parte, siempre he sido defensor de las actividades extraescolares: me parecen una parte fundamental de la educación formal, porque suponen una constatación de la realidad, un contacto directo que la escuela no permite con normalidad, ya que en ella se impone la representación didáctica. La salida, con un poco de preparación, se convierte en una experiencia y, para los alumnos, en un acontecimiento. Privarles de ese espacio de conocimiento es un error, y para algunos alumnos, una injusticia. Me explicaré.
Hace unos años, estaba de tutor de tercer ciclo de E.P. Hicimos una salida, en el segundo trimestre, a Valencia capital. Una alumna de sexto, de mi tutoría, no solía venir a esas excursiones. Sin embargo, en aquella ocasión pudo formar parte del grupo. Se pasó el día haciendo fotos, preguntando cosas, atendiendo a las explicaciones... De hecho, una vez acabado el recorrido por el centro, a la hora de comer, me preguntó si íbamos a ver más cosas. Entonces me di cuenta de su excitación, de sus ganas de aprovechar todo el tiempo. Estaba eufórica. No recuerdo haber visto a África así, tan contenta, en el año entero que estuvo en mi tutoría. Para ella, ir a Valencia era un acontecimiento. Sus circunstancias familiares se lo ponían complicado. Los profesores intentábamos rebajar al máximo el precio de la salida, negociando entradas colectivas, adaptándonos al mejor horario para el autobús... a fin de que cuantos más alumnos pudieran participar, objetivo que normalmente se conseguía.
Podría contar más historias: cómo llevamos a grupos de alumnos de sexto a Masella, en el Pirineo, o a Valdelinares, en Teruel, a aprender a esquiar. La satisfacción de los chavales a pesar del cansancio, del frío que nos recibió en las pistas turolenses, con ventisca. O cuando visitamos una granja escuela cerca de Segorbe, durante tres días. Y en innumerables salidas de nueve a cinco, en las que siempre volvíamos contentos. El aprendizaje vital que realizan. La autonomía que consiguen. Hablamos de alimentación, de deporte, de contacto con la cultura, de organizarse en grupos y tener que tomar decisiones, de convivir en un ámbito no escolar...Y ahora, ¿hemos de renunciar a todo eso? Yo creo que no. Por muchas razones.