lunes, 21 de enero de 2013

La piel del rinoceronte


Tomado de es.dreamstime.com
Las leyes educativas de carácter orgánico constituyen los marcos normativos generales del sistema educativo. La reforma conservadora que se avecina nos causa, a gran parte del colectivo docente, honda preocupación y rechazo indisimulado. Pero, al mismo tiempo, sabemos que la práctica escolar tiene sus ritmos, sus cadencias, su curriculum invisible. Digamos que las leyes causan una influencia limitada. Y esto no debe sorprendernos. A nivel organizativo general, podemos ver que los miembros que están en la base muestran reticencia al cambio, a las indicaciones de la cadena de mando jerárquica basada en la burocracia. Ya Michel Crozier, en "El fenómeno burocrático" (Amorrortu, 1974), daba cuenta de este proceso de resistencia: la lucha por el poder, por los espacios, tiñe la vida cotidiana de unas organizaciones que son diseñadas racionalmente desde arriba, pero que en la práctica tienen bastante de ilógico, u obedecen a una lógica distinta de la que se preconiza. Por ejemplo, pueden priorizar la ausencia de conflictos a la eficacia: nadie se mete con nadie, aunque la manera de efectuar las tareas sea chapucera, poco cuidada, mejorable.

La influencia de las reformas en la práctica educativa
La educación formal no es una excepción. El sistema es jerárquico y burocrático, y comparte elementos horizontales -ciclos, claustros- y verticales -equipos directivos y supervisión de inspección, sobre todo. Las reformas que desde 1990 han afectado al SE han cambiado la manera de denominar las etapas, su duración, la fundamentación psicopedagógica que subyace en la normativa... Pero, ¿qué se ha renovado de verdad en los centros? Sin ser demasiado negativos, podemos ver que la metodología de la LOGSE no ha triunfado en ninguna etapa, a pesar de tener una sólida fundamentación psicológica y epistemológica. Otro tanto podríamos decir de las competencias básicas propuestas en la LOE. Suelo comentar con mis compañeros, de manera jocosa, que si nos dieran lápiz y papel a todos los miembros del claustro y nos pidieran que escribiéramos las ocho competencias, incluso desordenadas, no aprobaríamos nadie el examen. Salvo una minoría entusiasta que cree en la utilidad de las CC.BB, el profesorado las mira con cierta desconfianza, cuando no con desdén. Parecen una moda más, una ocurrencia de quien redacta las normas generales: pedagogía por objetivos -con las fichas, en los 70 y primeros 80-, aprendizaje significativo de los 90, competencias básicas en la década primera de este siglo. Y continuará, piensan muchos docentes de manera escéptica.
Por tanto, los centros escolares reciclan a su manera las leyes, adaptándolas a su idiosincracia y limitando su influencia. Y ahí es donde queríamos llegar. Sin tener en cuenta este factor mediador, las características del centro y de su claustro, la transformación de la práctica no se producirá. O sólo habrá cambios superficiales. Nos referimos a la pervivencia de la inercia en los centros, tan fuerte todavía que resiste reformas, modificaciones legislativas, planes 2.0... Tan resistente que nos recuerda la piel del rinoceronte, conocida por su dureza legendaria. El sistema es un rinoceronte -también se le ha comparado con un elefante, por su tamaño- con una gran capacidad de resistencia al cambio, protegido por una piel impenetrable.

La LOMCE, una trampa para la práctica

¿Será la nueva reforma una muesca más, una cicatriz más o menos llamativa en la dura piel del sistema educativo? Mucho nos tememos que no. La LOMCE es un ejercicio de prestidigitación en algunos aspectos. Empieza, al igual que hizo la LOCE, por incluir la palabra "calidad" en su nombre. La calidad se asocia con una organización científica, bien regulada, racional. Los modelos EFQM, o ISO, aseguran la calidad organizativa de organismos según unos parámetros bien definidos. La calidad vende, podríamos decirlo así. Al igual que la eficacia; los abanderados de la LOMCE insisten en que buscan mejorar el sistema aumentando el nivel de exigencia. 
En realidad, están diciendo que buscan condicionar la práctica docente mediante la introducción de reválidas externas que dirimen, en un sólo examen, quien sigue y quien se queda en el sistema. Es decir, renuncian a intervenir directamente en la práctica a través de recomendaciones o de orientaciones pedagógicas como las enunciadas al principio de este texto. En lugar de eso, van a dejar una espada de Damocles, de manera permanente, sobre los centros, en forma de evaluaciones externas. Por una parte, la evaluación diagnóstica puede influir decididamente en la escuela primaria, que verá publicitados sus resultados académicos en tercero o cuarto curso, en un contexto de distrito único; esos datos pueden servir para establecer clasificaciones más o menos públicas de centros, con efectos evidentes en la matriculación. Por otra parte, los IES van a ver reevaluados sus resultados con una reválida innecesaria y redundante. Si el 2º Bachillerato ya es un curso enfocado a la PAU, desenfocado por la PAU, podríamos decir, me imagino que el segundo ciclo de ESO pasará a ser una preparación a la reválida final. 
Por tanto, en lugar de dedicarse, desde el anteproyecto de ley, a disparar sobre la piel del rinoceronte, los taimados cazadores, sabedores de la inutilidad de los disparos, han preparado una trampa por el sendero que ha de transitar el animal. Tarde o temprano, caerá en ella. La práctica habrá de adaptarse a las exigencias externas en forma de examen; de lo contrario, será tachada de poco rigurosa, inservible, mejorable... y será comparada con la de otros centros. Se establecerá, de manera más o menos tácita, una clasificación de escuelas e institutos. Sin tener en cuenta, suponemos, todos los condicionantes y el contexto social. Es una estrategia perversa, sin duda. Y, como toda trampa, está oculta bajo unas ramas: las de la calidad, la eficacia y la evaluación. Pero no nos confunden.

sábado, 19 de enero de 2013

No hay buen viento para quien no sabe a dónde va (tampoco en educación)

Tomamos como título esta frase de Séneca, que oí por vez primera en un curso de formación permanente. En aquel curso se nos instruía sobre la necesidad de los centros de tener, definir, una visión y una misión, dentro del planteamiento general del cuadro de mando integral, el modelo CMI. El ponente también nos planteó, con la cita senequiana, que sin una estrategia definida, sin un rumbo marcado, ni las mejores oportunidades se aprovechan, o se hacen de un modo incompleto, improvisado, poco meditado.
¿Por qué hablamos aquí de marcar un rumbo? Porque una organización ha de tener unos objetivos, unos puntos de referencia hacia los que tender, que indiquen la dirección en la que situar los esfuerzos y proyectos que se dan dentro de la misma. De otro modo, sin objetivos claramente delimitados -o al menos, sin una orientación genérica que dote de sentido la acción cotidiana- la práctica se convierte en un ejercicio sin referencias, o sin otra referencia que la tradición, la acumulación de experiencias ya vividas y no por ello examinadas críticamente. En ese escenario, la inacción, la falta de perspectiva, el inmovilismo, aparecen fácilmente en escena y llegan para quedarse. Ya hemos tratado esa cuestión en otros artículos de este blog.
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/volumen2/ciencia3/067/htm/sec_7.htm
La LOGSE, tan vilipendiada por algunos desde el principio, proponía un instrumento conceptual para solucionar ese desfase organizativo: el Proyecto Educativo de Centro, el PEC. El proyecto de centro se planteó como un documento que surge de una reflexión sobre la identidad del mismo; reflexión efectuada por la comunidad escolar, liderada por el equipo directivo. Pero -siempre hay un pero- en su momento no se entendió cómo llevarlo a cabo, y, más grave todavía, no se vio la necesidad de confeccionarlo. De hecho, hay centros que no lo han redactado, tras 20 años desde su aparición en la ley. Y en otros se hizo un corta y pega a partir de modelos dados, sin ese proceso reflexivo al que aludíamos. También es de justicia reconocer que aquellos claustros más innovadores hicieron un ejercicio creativo y elaboraron una constitución para sus centros.
En tantos colegios e institutos, el PEC está guardado en un cajón, durmiendo el sueño de los justos, absolutamente inoperativo. Como dijo un inspector a mi claustro, hace unos años, ése es su lugar. Que un representante de la misma administración que pidió elaborarlo diga estas palabras, define todo. Y esto, ¿por qué? Hay varias razones. La principal, como hemos dicho, es que no se creyó en su utilidad ni en su necesidad. Buscaba promover la horizontalidad en un sistema fuertemente burocratizado. 
Recurrimos, para entender mejor las causas de este rechazo o incomprensión a un breve pero exhaustivo documento de Antonio Bolívar en el que repasa la historia de la gestión de centros, y afirma lo siguiente:
- Partimos, como herencia afrancesada y tradición centralista europea, de una larga tradición centralista, acrecentada en nuestra particular historia de la dictadura, donde no han existido propiamente “centros educativos”, sino establecimientos de enseñanza que “distribuyen” programas o currículos determinados en instancias administrativas o territoriales superiores. Dentro de esta pesada tradición, que ha creado una “cultura” escolar en la propia Administración y centros escolares, se ha ido generando una colonización jurídica, por regulaciones normativas, de la mayor parte de ámbitos de la vida escolar, dando como resultado una acción docente rutinizada, con los consiguientes procesos de desprofesionalización. 
Es decir, se dio una herramienta reflexiva a claustros que vivían otra realidad, la de la cultura escolar tradicional, donde las decisiones ya estaban tomadas desde arriba, y la práctica era más bien opaca, desarrollada tras la puerta cerrada. Unos centros que se habían democratizado en cuanto a elección de director, y que habían incorporado los consejos escolares como órgano de gobierno, al menos en el plano formal. Y faltaba descentralizar el curriculum, a partir de dos documentos: el PEC, que daba un marco identitario a la acción de la escuela, por un lado; y el proyecto curricular de centro, por otro. Ambos fueron elementos impuestos desde la administración, y como tales se confeccionaron en gran parte de los centros: como documentos prescriptivos, no como una necesidad de clarificar objetivos, visión del centro, relaciones entre la comunidad escolar. 
Y hoy, en 2013, vemos que la escuela, en general, no puede dar respuestas adecuadas a las demandas que le llegan de alumnos, padres, organismos oficiales, administración... Los cambios sociales han sido pronunciados, se está produciendo un deslizamiento de la función académica escolar a áreas más asistenciales, educadoras en un sentido amplio. Y si no existe un consenso, un marco constitutivo para la acción conjunta, pueden aparecer el desconcierto, la sensación de agotamiento o de derrota. La pérdida de sentido de la práctica docente, que más o menos se sobrelleva cuando hay un enfoque academicista, se vuelve dramática en condiciones sociales o educativas adversas. Y ahí es cuando se puede recuperar  el papel reflexivo del PEC: reelaborarlo a la luz de los años transcurridos y de los problemas detectados en ese tiempo. Sacudirle el polvo, sacarlo del cajón y dotarlo de significado. Y para ello, no hacen falta grandes discursos pedagógicos. Una apertura a los demás miembros del claustro, para poner en valor lo que se piensa, es el primer paso. Y después, repensar la práctica. Saber qué escuela se quiere. Es decir, fijar un rumbo y aprovechar los vientos. No seguir más a la deriva.

sábado, 12 de enero de 2013

Cuando la burocracia entra por la puerta, la participación sale por la ventana

El año recién terminado, 2012, ha sido, entre otras muchas cosas, el año de la reforma auspiciada por el anteproyecto de la LOMCE. El debate suscitado por un texto que obvia aspectos tan destacados como la atención a la diversidad, que muestra una clara desconfianza ante la práctica docente y que supone, en muchos aspectos, una vuelta atrás, reválidas incluidas. La aparición del proyecto de ley, la controversia que ha creado y la personalidad de un ministro aparentemente encantado de pisar cuantos más charcos mejor, han centrado la atención pública sobre educación. 
Pero la vida en los centros continúa. 2012 también ha sido el año de la consolidación de la renovación automática de directores en algunas administraciones educativas, entre ellas la valenciana. A la chita callando, ya van dos convocatorias en las que los profesores y los padres no son consultados sobre la continuidad de la dirección de los centros en los que trabajan y a los que acuden sus hijos, respectivamente. Al mismo tiempo, se mantiene otra vía -suponemos que a extinguir en unos años- en la que una comisión mixta, con mayoría de la administración pero con presencia de miembros del consejo escolar, elige entre diversos proyectos de dirección presentados por profesores definitivos de cada centro educativo. 
Me sigue llamando la atención que un colectivo que se ha movilizado, con razón, contra la rebaja en sueldos y la precarización de las condiciones de trabajo, se muestre tan relajado con la pérdida de derechos democráticos que había adquirido el claustro y, posteriormente, el consejo escolar, órgano de gobierno de los centros.
Un aspecto a tener en cuenta es que, al menos en Valencia, se ha producido la renovación de un porcentaje altísimo de directores, independientemente del número de años que lleven ejerciendo el cargo -muchos más de diez años- y sin tener en cuenta la existencia de alternativa en los centros. Según mis informaciones, sólo una directora, de los que optaban a renovar, ha sido declarada no apta, en la provincia de Alicante. En cambio, en Castellón los inspectores ni siquiera han acudido, como decía la normativa, a visitar los centros y conocer la opinión de profesores y padres acerca del desempeño profesional del director que renovaba. Ha sido un proceso a distancia, automático y se han aceptado proyectos hechos de cualquier modo. Hay centros en los que el claustro todavía no conoce el proyecto de su dirección. Me consta también, como decía anteriormente, que en otras direcciones territoriales han sido más profesionales.
Otra de las consecuencias de la deriva antiparticipativa que van tomando las administraciones educativas es la imagen desdibujada, burocratizada y cada vez más redundante de los consejos escolares de centro. Creados por la LODE a mitad de los ochenta, fueron un intento de democratizar las escuelas, dar voz a los padres y a los alumnos, acercando los colegios a la sociedad. Cierto es que, por gran parte del profesorado, se les vio como una intromisión en su lugar de trabajo, como una imposición desde la política educativa. La escuela es, por definición, un cruce de intereses, una amalgama de significados, más o menos explícitos, y el consejo escolar intentó integrar, reunir a la comunidad escolar alrededor de una mesa. Yo mismo fui miembro, con 14 años, de los primeros consejos escolares, allá por 1982. Treinta años después, sigo siendo miembro -voluntario, además, no por turno rotatorio, como ocurre en muchos centros- en representación del profesorado. 
Este último punto, la reticencia de muchos maestros y profesores para formar parte del consejo escolar, muestra la poca importancia que se le da a este órgano, y la desgana con que se afronta la participación en el mismo. Y, por si faltaba algo, ahora serán los padres quienes mostrarán desinterés o, al menos, suspicacia a la hora de presentarse a las elecciones. La pérdida de la capacidad para elegir dirección, que era sin duda un aliciente para estar en el consejo escolar, constituye un golpe definitivo al papel institucional del mismo.  Y sabemos que nadie, a no ser que se aburra, forma parte voluntariamente de un órgano colegiado que está para trámites o para juegos florales.
Por último, señalar el enorme desperdicio que supone desconocer, despreciar a tantos docentes que, por edad y preparación, por ideas para renovar los centros, por ilusión por mejorar la realidad escolar, podrían hacerse cargo de las escuelas y buscar la transformación educativa que tanto reclama, al menos en su discurso público, la administración educativa. Con esto no menosprecio, en absoluto, a los directores renovados; pero creo que tendrían más legitimidad si aquellos sobre los que recae su acción -profesores y padres, y su órgano representativo, el consejo escolar- pudieran opinar de manera oficial, y no ser obviados en una decisión que, no lo olvidemos, define cuatro años de la vida de un centro.

jueves, 10 de enero de 2013

Visibilizar la rutina, repensar el tiempo escolar

A partir de un comentario en un blog, el estupendo "Nuevas andanzas de profesor en la secundaria" (1) que abordaba el tema de la rutina escolar como espacio o zona de comfort para todos, alumnos y profesores, retomamos este aspecto de la vida escolar que, no por recurrente, deja de tener interés. 
El tema de la rutina es clave en la enseñanza; de hecho, se piensa que la primera escuela masiva, la del XIX, buscaba preparar al alumnado para el posterior trabajo en la fábrica y para su papel en posibles conflictos bélicos, como esforzados soldados defensores de su patria. Fernández Enguita, por ejemplo, defiende esta tesis en "Educar en tiempos inciertos"(2). Zygmunt Bauman también se refiere a esta cuestión en "Vida líquida"(3), cuando explica la laicización del sacrificio personal, expresado con la frase "de mártir a héroe". Acostumbrarse a unos horarios, a unas reglas de conducta, a unos aprendizajes previsibles, era parte del adiestramiento que, por una parte preparaba para la posterior incorporación a trabajos rutinarios y por otra intentaba crear una conciencia nacional, un sentimiento de pertenencia a un territorio. Por tanto, escuela y rutina van de la mano históricamente. Y es más, su relación es tan fuerte que cuesta percibirla, visibilizarla y problematizarla. De otro modo, sería más sencillo replantearla. 
Bien al contrario, vemos que la rutina sigue imperando en las aulas, como garantía de orden e incluso de buen funcionamiento. Todo en su sitio: el profesor en su mesa, los alumnos escribiendo o leyendo, los libros de texto encima de todas las mesas (el del maestro es distinto, eso sí, tiene más texto e instrucciones para que se sepa qué hacer en cada situación). No es una imagen bucólica: es la imagen de la fábrica, a la que ya hemos aludido en otro artículo de este mismo blog. Una escuela de esta época marcada por la movilidad, en todos los sentidos, habría de ofrecer más a sus alumnos que un hábito rutinario. Aunque reconozcamos la importancia de tener hábitos intelectuales y de organización del aprendizaje. 
Les disques, 1918. Fernand Léger
https://www.moma.org/interactives/exhibitions/
2012/inventingabstraction/?work=130
La rutina es cómoda, pero va acomodando; y la educación habría de ser algo más que un paso acumulativo por cursos, aulas, niveles, etapas... Por ello, si queremos educar, no sólo instruír o transmitir, hay que dejar espacio a la novedad, al cambio. La rutina es el refugio de quien no disfruta, ni aprendiendo, ni enseñando. Y ocurre tanto en primaria como en secundaria, aunque en la etapa de 6-12 años tenemos un factor, al menos en las tutorías, que nos permite jugar con ventaja: pasamos muchas horas con los alumnos y podemos alterar el orden horario. Cuando esto ocurre, niños de ocho años me dicen: "Pasa de la hora, ya tendríamos que estar en otra asignatura que toca". Ellos mismos se imponen la rutina. Si un maestro "traspasa" el límite delimitado por la distribución en cinco sesiones, introduce la anormalidad. Hay que ayudarles a entender que ése es un escenario, pero la obra no está escrita, la escribimos entre todos. 
Últimamente, se está reivindicando el papel de las emociones en el aprendizaje. Recuperar el juego, la actividad lúdica, como manera efectiva de aprender, es un planteamiento clásico de la renovación pedagógica. Y así, comprobamos que algo tan sencillo como un juego lingüístico tradicional, el de las categorías -en el que se basa, si no recuerdo mal, algún juego de mesa- despierta el entusiasmo de los alumnos de primaria; o que juegos de ordenador con contenido didáctico captan su atención con facilidad. En ambos casos, se trata de alterar, de cambiar el orden establecido en la clase y que, en muchos aspectos viene regulado por el libro de texto, cuya capacidad para configurar la práctica está fuera de toda duda. Introducir un elemento novedoso, no marcado de antemano. Tiene sus riesgos, por supuesto: probablemente se altere el orden normal de la clase, haya más algarabía... Hay que valorar la posibilidad de su aplicación; pero, sin riesgo no hay ganancia, como dice el refrán.
Por tanto, si se quiere ir más allá de la mera aplicación de lo que otros han planificado, diseñado, pensado para que ocurra en las aulas -es decir, si se busca superar el diseño del libro de texto, la división del conocimiento y del aprendizaje en áreas separadas y casi siempre inconexas- el tiempo es uno de los factores a incidir. Evidentemente, conseguir cambios en este sentido es más sencillo en infantil y primaria que en secundaria, donde el formato de cincuenta y cinco minutos parece inmutable. Aquí habría que utilizar más imaginación y se podría, por ejemplo, unir dos sesiones de la misma asignatura, para permitir otro tipo de actividad. 
En cualquier caso, se trata de problematizar, de poner en cuestión tanto la rutina como el tiempo escolar. Y a partir de esta reflexión primera, avanzar hacia otras maneras de organizar la práctica en las aulas; buscar el cambio didáctico, superando separaciones artificiales.

Sobre IA en educación: reflexiones desde Vila-real

  A principios de marzo se celebraron unas jornadas educativas en Vila-real, localidad donde trabajo desde hace ya cuatro cursos. El tema er...