martes, 27 de diciembre de 2016

De indios, vaqueros y sociogramas

La cosa pintaba mal. El maestro había dicho que Aarón y Carlos se quedaran en clase en la hora del patio, porque había que aclarar un incidente que había ocurrido el día anterior. Qué manía la de los profes de tener que meterse en todo, cuando son cosas nuestras, pensaba Aarón con cierto fastidio. Y este maestro no dejaba pasar casi nada. No era como Merche, la profe de cuarto, que nos decía que había que portarse bien, ser buenos compañeros... y no pasaba de ahí. No, Roberto era un maestro que se tomaba en serio las discusiones entre alumnos, y entendía que su función iba más allá de lo que pasaba entre las cuatro paredes -llenas de imágenes, dibujos de los niños, poesías- de su clase de quinto.
Así que, a las once, cuando sonó la música que avisaba del descanso, salieron todos de clase menos Carlos y Aarón. Ambos se quedaron en su sitio y empezaron tímidamente a comer su bocadillo. Roberto insistía en que comieran bien, que no abusaran de alimentos prefabricados, y algunas madres se quejaban de que se metiera en esas cosas, en vez de repasar la división de dos cifras, cosa que también hacía, claro. Merche sí que era comprensiva, y no se metía en la alimentación ni miraba si los alumnos llevaban bollos con chocolate dentro o un paquete de patatas fritas... En fin, paciencia. Estos maestros jóvenes, ya se sabe, se inmiscuyen en todo. 
Aarón se sabía el tema de carrerilla. No por casualidad estaba castigado muchas veces, por broncas, por bocazas, por bromista de bromas sin gracia -para los demás, se entiende-. Aarón tenía dificultades para relacionarse, claramente. Se veía a simple vista, y lo corroboraba el sociograma que habían hecho, por primera vez, hacía un mes, a mediados de octubre: un buen día llegó Roberto y les dijo que iban a hacer una encuesta. Les dio un folio con unas preguntas y unas posibles respuestas, y les advirtió que el resultado era "secreto". Así que les leyó las preguntas y les dejó un tiempo para que respondieran, después de aclarar a Marta y a Pedro -entre otros- que sólo se podía poner un nombre en cada respuesta. "¿Y si tenemos más de un amigo?" era la duda más extendida.
"Ya sé que tenéis más de un amigo"-respondía con paciencia Roberto- "pero poned sólo uno, elegid, que no pasa nada, y nadie sabrá el resultado". Lo dramático -el maestro lo había visto tantas veces- era que había pocas dudas a la hora de elegir con quién no les gustaría sentarse: esa pregunta se respondía rápidamente. De manera habitual, aparecían uno o dos alumnos que, en el gráfico del sociograma, recordaban a las pelis de indios y vaqueros: ellos estaban cercados de flechas por todas direcciones. También ocurría con los líderes, pero no tanto. El rechazo, a lo que se ve, se manifiesta más rotundamente que el éxito. Y Aarón, por supuesto, estaba en uno de esos cercos, por todos los méritos que ya hemos comentado.
Carlos, en cambio, era un alumno más en la línea general del grupo, sin demasiados problemas; formaba parte de esa mayoría de alumnos que vienen al cole contentos, que busca hacer las cosas bien y no meterse en líos. Esa mayoría que, a veces, los maestros obvian porque "van bien". Tantos años de indiferencia docente hacia tantos niños y niñas que habrían necesitado una felicitación, una palmada cariñosa en la espalda, un "ya sé que estás aquí y valoro lo que haces". Tantos años de mirar sin ver. 
Así que, para ambos, el pescado estaba vendido: castigo para Aarón, absolución para Carlos. Pero con Roberto, cualquiera sabía... Siempre preguntaba, quería saber antes de decidir. Al parecer, fue en el lavabo durante el patio. Ambos coincidieron y Aarón empujó a Carlos para hacerse sitio, porque sonaba la música de entrada a clase y había que volver a la fila. Carlos resbaló y se hizo daño. Cuando entraron en clase, tocaba inglés, y Roberto no estaba. Por la tarde, Carlos se quejó y el profe decidió arreglarlo en el patio siguiente.
Tomado de
http://www.blogdeimagenes.com/2016/11/
cowboys-e-indios-recortables.html
Aarón, como de costumbre, negó todo. Tantos cursos de broncas le habían hecho desarrollar esa estrategia: Yo no he sido, yo no estaba... Funcionaba mejor que acusar a otros de hacer lo mismo. Al menos, con Roberto. Carlos explicó qué había pasado. Roberto intentó que Aarón reconociera los hechos, le habló suavemente, y de repente... Aarón confesó. Fue una sorpresa para todos -aunque sólo fueran tres en clase-, también para Aarón. Por vez primera, posiblemente, reconocía su error, que había empujado a Carlos porque tenía prisa y no consideraba el derecho de su compañero a usar el baño, el mismo derecho, al menos, que tenía el propio Aarón. (Esto no lo dijo, claro, porque en quinto de primaria no se piensa tanto todavía).
Roberto, tras la sorpresa, le dijo: Hoy has hecho algo importante, has reconocido tu culpa, tu error. Créeme, es muy positivo. Pero estarás de acuerdo en que tu acción merece una sanción.
Entonces, Carlos intervino y dijo que, por él, era suficiente, que no quería ningún castigo para Aarón: se daba por satisfecho con la confesión, el reconocimiento de lo que había pasado. Aarón nunca había asumido ninguna de las tropelías realizadas. 
Y Aarón... Aarón se sintió liberado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Tan ligero se sentía que empezó a elevarse por la clase, flotando como si no hubiera gravedad... Roberto lo asió por los pies, tras recuperarse del susto, lo bajó y lo abrazó. Los dos lloraron.
Después, decidieron los tres no contar nada de lo que había pasado: nadie les iba a creer.

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